Perfiles en la obra de Rafael de La-Hoz

Texto de Eduardo Mosquera Adell
Publicado originalmente en la segunda entrega de nuestra colección Itinerarios de Arquitectura: Rafael de La-Hoz


Toda apreciación que desee abarcar y estructurar el conocimiento de la cultura arquitectónica española de la segunda mitad del siglo XX debe contar forzosamente con la personalidad de Rafael de La-Hoz Arderius. Trabajó desde Córdoba y Madrid, tanto como arquitecto al servicio de la Administración en diferentes destinos y responsabilidades, como ejerciendo de profesional liberal; sea proyectando en solitario o junto a otros compañeros. En unos u otros sentidos, su figura se identifica siempre con nitidez y su obra gana matices con el tiempo, perfilando la figura de un autor que nos permite extraer algunas de las principales claves de la modernización arquitectónica de Andalucía y España.

Su biografía arquitectónica, de muy atractivo arranque, en época donde predominan pequeñas pero relevantes obras, se une al hecho de que el año de su titulación —1950— sea una referencia cronológica en la salida de la noche de la España autárquica a la instalación definitiva —por irreversible— en la modernidad como discurso dominante. Colabora en un proceso de renovación del léxico moderno que se acuña alejándose del concepto de modernidad vivido en los 20-30 de forma prevalente. Se distancia —por tiempo y enfoque— del racionalismo, insuficientemente extendido en nuestro suelo y puesto en crisis tras la Guerra, aunque prolongado en lugares periféricos como Canarias o Andalucía —con Sánchez Esteve en Cádiz o Langle en Almería, por ejemplo. Nuestro La-Hoz temprano nos recuerda las aproximaciones al ámbito nórdico, al nuevo diseño italiano de postguerra o a los Estados Unidos, que efectúan los arquitectos españoles, con miradas a Aalto, Ponti, Neutra… Se nos acerca pues a las líneas maestras de la evolución de la arquitectura española, desde el rincón cordobés, presuntamente apartado pero donde el fermento vanguardista en la literatura y las artes plásticas será particularmente fructífero en los años 50.

El por algunos llamado informalismo, practicado por Sostres, episódicamente por Sota, definido en algunos aspectos de la Cámara de Comercio cordobesa por La-Hoz y García de Paredes, opera prima de ambos en torno a la que giran otros trabajos iniciales hasta el premiado Colegio Aquinas, estalla en la rica materialidad —no reñida con soluciones ajustadísimas, casi minimalistas— con que Rafael de La-Hoz deja una exquisita pléyade de pequeños locales comerciales en Córdoba. La amplitud de recursos que el joven arquitecto exhibe en estas obras, que coexisten con la gestación del citado edificio corporativo, más las viviendas unifamiliares que realiza también pronto en la periferia de su ciudad, bastan para consagrarlo. Ya con estos vibrantes comienzos se advierten capacidades, pero también rasgos de búsqueda, de investigación y de colocar en otro nivel y disposición al arquitecto. Lo hace desde la claridad de la composición general —algo tan difícil a lo que llegar— al encaje cuidado del menor detalle, retomando con ese sentido de globalidad, de totalidad de su labor, el rasgo fundacional de tantos instantes de cambios arquitectónicos. Pero La-Hoz no sólo debe valorarse por la relevancia de su compromiso figurativo, por más que aún hoy nos deleite la plasticidad de estas obras.  Modernidad y renovación son para él mucho más que una cuestión de léxico o imagen. Vectores más profundos recorren entonces su obra, determinando la esencia de su quehacer, redefiniendo la arquitectura en una dimensión mucho más intensa. Los trabajos de Francisco Daroca, los que he compartido con María Teresa Pérez Cano, el tema de sus casas visto por José Ramón Moreno, las observaciones de Carlos Hernández Pezzi o Emilia Morales, entre otras visiones, han incidido en profundizar en esa rica entidad de su producción.

Conviene recalcar que La-Hoz se anticipa a una realidad insoslayable, la necesidad de establecer puentes con una cultura como la norteamericana, que tan atractiva le resulta por encima de los vientos que comenzaban a correr. Su respuesta es conseguir con buena parte de su trayectoria profesional una coherente dimensión productiva: la cualidad de eficacia técnica y funcional, y rentabilidad económica sin reñir con una rica entidad disciplinar tiene en Andalucía pocos casos parangonables (recordemos a la OTAISA de los hermanos Felipe y Rodrigo Medina, Luis Gómez y Alfonso Toro). La apuesta de La-Hoz por ampliar estudios en el MIT en 1955 y los rasgos tectónicos que su obra irá adquiriendo, tienen que ver en primera instancia con su formación en la Escuela madrileña, con su dominio de la nueva tradición constructiva. El metal que tan bien maneja, el muro cortina y el protagonismo de los planos vítreos, pero también el hormigón (láminas, el trampolín y puente del chalé Canals…) recuerdan su alta cualificación técnica, su proximidad a Torroja, que publica en 1957 Razón y ser de los tipos estructurales (editado sintomáticamente en Estados Unidos el año siguiente). El ingeniero y el arquitecto para ambos son personajes más cercanos: La-Hoz es un pleno arquitecto que suma rasgos de ingeniero. Basta repasar los veintiún títulos de los capítulos del libro de Torroja y leerlos en la obra de La-Hoz. Aunque no dudó en allanar ciertas labores cuando impulsó desde la Dirección General de Arquitectura las Normas Tecnológicas de Edificación.

Nuestro arquitecto supo dar el salto a lo industrial, al compromiso con una avanzada resolución técnica (sobre todo en el arco cronológico de la fábrica de cerveza “El Águila” al edificio Castelar en el madrileño Paseo de la Castellana): piel y estructura, se suman a conceptos compositivos que surgen del imaginario más hondo del autor, que mantuvo siempre una sabia manualidad de artista/artesano entrenada en los encuentros y dialécticas de los materismos de sus primeras obras, alimentados en la colaboración con artistas como Oteiza.

Informalismos, organicismos, adhesiones al Estilo Internacional, exégesis de la alianza técnica y función, aproximaciones directas o abstraídas a la arquitectura vernácula, encuentro con lo terrestre y lo contextual, son cuestiones que se anudan en una carrera rica en síntesis especiales. Cada obra del autor cordobés procura constituir un universo particular. Sus edificios nacen de una viva intuición, se apoyan en una geometría feliz y se transmutan en una imagen clara, precisa y profundamente racional. Esa eficacia y nitidez es propia de resultados únicos. Pero también es un maestro de la repetición, de la seriación, de los  conjuntos monográficos (como las viviendas sociales)  y también de los complejos plurifuncionales (aularios, residencias…), teniendo en cuenta el amplio espectro tipológico y funcional en que resuelve su arquitectura, dentro de variados entornos urbanos y extraurbanos.

Deberíamos destacar dos cuestiones más, resultado de estas afirmaciones: su singular concepción paisajística del objeto arquitectónico, caso del citado edificio en Madrid (con ilustres antecedentes en la dialéctica entre cuerpo basamental y elemento en altura, como Lever House de SOM o el rascacielos de SAS de Jacobsen); o cómo la herencia del saber tectónico y rotundidad compositiva de Córdoba cuando fue capital, ya de la bética romana, ya del al-Andalus califal, se manifiesta en algunas de sus más importantes obras y se acerca a ese estilo aforístico con el que escribía, propio de la contundencia y claridad de sus principios y normas vitales.

Por desgracia, Rafael de La-Hoz se fue con su siglo; algunas de sus obras también, irremediablemente. Mas su legado es significativo testimonio del mejor proceder de la España cambiante que vivió, de su engarce con la dimensión abierta y universalista del trabajo del arquitecto, sin perder por ello rasgos íntimos de su acervo local, que no se agota con su propia época, pues a buen seguro que continúa, y proseguirá, deparando impagables lecciones.


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