Las mujeres en el espacio público: una breve historia de destierro y conquista

© J.M. Grimaldi / Junta de Andalucía

Para el 8 de marzo, día internacional de la mujer trabajadora, tendría sentido escribir sobre las arquitectas que han contribuido de forma significativa al desarrollo de la disciplina; que no han sido pocas aun teniendo en cuenta techos de cristal y otras zancadillas a las que todavía nos enfrentamos. 

Pero en esta ocasión, en lugar de reflexionar sobre qué han hecho las mujeres por la arquitectura, preferimos preguntarnos qué hace —o no hace— la arquitectura por las mujeres. Queremos hablar de los entornos construidos y cómo influyen en la forma que tenemos de ocupar el espacio.

Es bien sabido que la arquitectura, en tanto práctica humana y social, no es neutral. Un espacio no consiste únicamente en un lugar delimitado físicamente, sino que está integrado por los usos que se le dan, las personas que lo ocupan y todos los elementos simbólicos asociados. El espacio, como el cuerpo, constituye una materialidad cargada de significación social; y, también como el cuerpo, puede ser generizado, adquiriendo una polarización femenina o masculina. 

Históricamente, se han asociado los espacios públicos con lo masculino y los privados con lo femenino. La filósofa Silvia Federici sitúa la domesticación de la mujer durante el período de la caza de brujas, coincidiendo con las necesidades de un nuevo orden económico y social que necesitaba de la labor reproductiva invisibilizada y gratuita de la mujer para sostener la labor productiva asalariada del hombre. Así, no se trata solamente de una especialización o una mera división de esferas, sino de una jerarquización en la que lo femenino y lo reproductivo quedan claramente relegados a un segundo plano. 

Durante los siglos XVII y XVIII se establecen nuevos estándares de higiene para las ciudades, utilizando de nuevo una analogía con el cuerpo humano: cada área, y por tanto cada sector de la población, sirve a una función específica. Con el avance de la economía de mercado, las ciudades se irían configurando de acuerdo a los intereses impuestos por la libre circulación de capital, que implica a su vez restricciones en la circulación de todas aquellas identidades que no se ajustasen a la del hombre burgués. Se busca así la ocultación de todo lo no-funcional y no-productivo: identidades femeninas, homosexuales, transgénero, pobres y demás colectivos marginalizados. La mujer queda así oculta en el interior del hogar.

© White Arkitekter

Desde el surgimiento de los primeros movimientos feministas, las mujeres han reivindicado su espacio dentro de la esfera pública. En sentido figurado y también muy literal, como derecho a ocupar un lugar en las calles sin que nuestra integridad o dignidad como personas se vea vulnerada, al margen de circunstancias como la hora del día o si caminamos solas o acompañadas. 

La configuración urbana, los espacios de tránsito y de estancia, siguen constituyendo en gran medida una amenaza velada para las mujeres, un terreno del que no nos sentimos parte al cien por cien. El acoso callejero constituye una de las manifestaciones de esta exclusión, lanzando un claro mensaje: cuando te muestras en público, pones tu cuerpo a disposición de los hombres; así ellos se sienten en posición de juzgarlo, evaluarlo, comentarlo, y cosas mucho más graves. 

Otra dimensión de esta problemática la constituye la propia organización “funcional y orgánica” de las ciudades, con distancias inasumibles y áreas de actividad cada vez más delimitadas y distanciadas. Con ello, la conciliación entre trabajo productivo y reproductivo, entre el mercado y los cuidados, es prácticamente imposible. La progresiva incorporación de la mujer al trabajo, junto con la reticencia de muchos hombres a incorporarse a su vez a la esfera de los cuidados, ha hecho patente la incompatibilidad entre los ritmos de trabajo y la propia vida. 

Celebramos la progresiva conquista del espacio público por parte de las mujeres y el resto de colectivos históricamente excluidos, sin dejar de reconocer que queda mucho por hacer. Pensemos por tanto en ciudades más amables, más sostenibles, más feministas. En espacios que inviten al encuentro en lugar de la exclusión. En definitiva, preguntémonos más a menudo qué puede hacer la arquitectura por las mujeres.


Bibliografía consultada

Federici, S. (2016). Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Editorial Abya-Yala.
Sennett, R. (1997). Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. Alianza Editorial.

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