José María García de Paredes: Nostalgia de la cueva

Texto de Carlos Hernández Pezzi
Publicado originalmente en la primera entrega de nuestra colección Itinerarios de Arquitectura: J. M. García de Paredes


García de Paredes en el Aeropuerto de Milán (1957)

La obra de José María García de Paredes es una construcción cultural de un arquitecto vinculado a una idea renacentista del arte y el espacio. O del tiempo y sus ritmos. O de la relectura del contexto. O de las tres cosas a la vez.

Tal vez sea por eso que el itinerario poético de García de Paredes comience en la Academia de Roma, se jalone de hitos, alternando concursos y obras realizadas con proyectos no construidos y se vuelque en obras “anónimas” marcadas por una fuerte introspección, como el Auditorio Nacional de Madrid, de 1988, o el Edificio de la M-30, réplica alternativa al de Saénz de Oiza, en dos parcelas que se dan frente y espalda conceptual y arquitectónicamente.

Ese camino a la introspección —que no a la perdición de la película de Sam Mendes— es un trayecto también sin retorno, en el que se busca la caverna esencial, desnuda de referencias que no sean las del hombre enfrentado, a la vez, al arte del espacio y a la sincronía entre tiempo y contexto.

Cavernas esenciales las hay en García de Paredes desde la Iglesia de Almendrales hasta el Auditorio Manuel de Falla pasando por la Sala Villanueva del Museo del Prado o el Instituto Gómez Moreno, sede de la Fundación instalada en el Carmen Rodríguez Acosta, hasta el panteón emergido para la música del Auditorio Nacional en Madrid. Obras escondidas de sí mismas, buscando un diálogo imposible de percibir con ruido, con el estruendo de la forma o con la sonora plasticidad del ego fácil.

Ese estilo de la caverna que retrotrae a la reflexión de José Saramago sobre la omnipresencia del “Centro” frente al espacio fluido del humanismo en retirada es constatable en la Iglesia de Stella Maris de Málaga, porque el ejercicio de mirar se vuelve allí esfuerzo táctil por demorar la mirada en el diálogo con la luz de un recinto casi opaco. Opaco es, si se olvidan las terrazas y el Balcón de Melisendra, el Auditorio Falla de Granada. Opaco en una tensa agitación hacia dentro, duplicada por el “espejo” talonario que separa las dos salas y acentuada por ese descenso que recuerda la bajada del Dante a una suerte de infierno donde todo placer se consume en el instante de la música. Tema constante de la caja que viene de la temprana obra maestra de la Cámara de Comercio de Córdoba —en colaboración con Rafael de la Hoz— en donde se encuentran las claves de un organicismo primitivo, que es culto a fuer de no ser arcaico. Esa materia orgánica descubierta en el espacio opaco, donde la luz es un filtro que incomoda levemente la sonoridad del silencio, no perturba los diálogos que establece García de Paredes con ese patrimonio cultural del humanismo, por el que batalló con las férreas líneas de su autodisciplina arquitectónica. Opuesto al amaneramiento hasta hacer de esa contradicción un delirio racional —o una fuente de inagotable deseo— como nos han enseñado Castilla del Pino o Eugenio Trías, las trazas de esas cavernas de la opacidad silente y sonora se han convertido en recintos espaciales para el diálogo de la cultura primigenia del hombre. Una alternativa al ser humano sobresaturado de información y huérfano de composición, escenario y ritmo.

Es el ritmo la estructura inagotable y menospreciada de la música, la que devuelve el deseo a pautas ordenadas. En García de Paredes, el ritmo es un frontón dúctil en el que cada movimiento se hace acompasando al otro hasta ofrecer réplicas inesperadas en paredes y techos, que se bifurcan con el solo propósito de hacer de su función orgánica y de su uso concreto un recipiente de palabras y sonidos cruzadas o emitidos en silencio.

El itinerario pues, lleva a García de Paredes, de la Cámara al Auditorio, del recinto cerrado del comercio abierto al contenedor sonoro que —a fuerza de encerrarse— se abre al mundo global de la música. Nada más idealista ni metafísico para un sevillano vehemente que defendió la pasión arquitectónica con la sobriedad de la cultura interior y transformó su obra callada en un eco cosmopolita. Una apariencia platónica sobre un deseo epicúreo por la búsqueda de las formas del origen, un paseo por las necesidades del espacio entendido como cueva de fuego, como origen de todo incendio, toda combustión, todo retorno.

No deja de ser una metáfora que reconstruyera el Falla con la obstinación de un condenado a trabajos forzados. Que rehiciera su obra quemada con la pasión del orfebre que vuelve a la alquimia de la cueva. Ahí, a esas grutas de conocimiento, vamos los peregrinos de su itinerario a tratar de aprehender siquiera una lasca de ese origen bien mamado de arquitecto y maestro, en el que bebemos con ansia de las fuentes de su silencio.


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