El Burj Khalifa en “Misión Imposible: Protocolo fantasma”

Misión imposible: Protocolo fantasma (Mission: Impossible – Ghost Protocol, Brad Bird, 2011)
La sección “Arquitectura y cine” está dedicada a indagar en las relaciones estéticas entre el cine y la arquitectura moderna y contemporánea


En la saga Misión imposible, la arquitectura suele ser un desafío. Edificios inexpugnables que, por requisitos de la misión, tienen que ser expugnables. Si en algo es experto el equipo del IMF es encontrar vías de entrada allí donde no parecía haberlas: conductos de ventilación, huecos de ascensores o lo que se tercie, músculo y tecnología punta mediante.

Protocolo fantasma, cuarta entrega de la serie, no es ninguna excepción a la regla. Tan pronto como en su segunda escena asistimos a la fuga de una cárcel rusa de máxima seguridad en la que el agente Ethan Hunt (Tom Cruise) pone el físico y Benji Dunn (Simon Pegg) el apoyo tecnológico. Benji hackea el sistema informático de la prisión para tener un control total sobre sus espacios. Puede abrir y bloquear puertas, y seguir la imágenes de las cámaras de seguridad desde su ordenador. Hace lo mismo que un director de cine. Escenifica la fuga decidiendo en qué espacios hay movimiento, qué personajes entran en campo e incluso imponiéndole un ritmo: una canción de Dean Martin que sirve como cuenta atrás.

Hay entonces un movimiento caótico de los cuerpos, pero sobre todo hay un ritmo que pone un orden y un sentido en ese caos. Benji desde su control de los sistemas informáticos y Ethan desde el control de su propio cuerpo hacen que la escena sea como un baile en el que los movimientos, al son de Dean Martin, llevan al paso final. O al punto de extracción.

Ahora bien, ese comienzo escenifica un control sobre el caos que no será tal en el resto de la película. Dentro de la saga Misión imposible, la marca de identidad de Protocolo fantasma es que nada sale según lo planeado. La película es una sucesión de improvisaciones según los milimetrados planes del equipo se van desmoronando.

La conquista del coloso

Una de esas improvisaciones provoca la famosa secuencia que nos ocupa. La escalada del Burj Khalifa en Dubái. A un nivel argumental, la proeza de Ethan viene obligada por las complicaciones. Sin soporte tecnológico y con el tiempo apremiando, nuestro protagonista tiene que hackear los sistemas informáticos del rascacielos a la más vieja usanza. Es decir, entrando a la sala de servidores de una patada por la ventana. El problema es que esa ventana está en el piso 130 del edificio más alto del mundo.

El guion desliza una broma interna cuando Ethan pregunta por sus vías de asalto habituales: “—¿Y los conductos de ventilación? —Hay sensores de presión”, “—¿Y el hueco del ascensor? —Tiene sensores de infrarrojos”. Al final, la única manera es conquistar al edificio por su fachada. Y ahí, Protocolo fantasma hace una declaración de intenciones que va más allá de su argumento.

Tengamos en cuenta que el Burj Khalifa se había inaugurado apenas unos meses antes del rodaje, y que hablamos de un edificio que se erigió pensando ante todo en su valor simbólico. Una expresión de poder. Su importancia radica en cómo su fachada, su máscara exterior, domina titánica el gran paisaje de una ciudad, que es a su vez el escenario del poder político y económico que se quiere ostentar desde los Emiratos. Por eso mismo, la mayor conquista que puede hacerse es la de su exterior.

Tom Cruise se negó a que la escena se hiciera mediante una simulación digital. También a la vieja usanza, el equipo rodó en la localización y el actor escaló la auténtica fachada —con la seguridad, eso sí, de cuerdas y arneses que luego se eliminaron de la imagen—. El detalle no es anecdótico. Mediante un procedimiento más propio de los tiempos analógicos del cine, lo que Cruise y el equipo de rodaje hicieron fue experimentar desde la escala humana una arquitectura concebida, precisamente, para amedrentar esa escala.

Es decir: la fachada del Burj Khalifa se humaniza en cuanto se convierte en algo que podemos tocar, recorrer e incluso romper. Ahí, la renuncia a la pantalla verde y la animación digital de Protocolo fantasma se nos desvelan no solo como un factor de autenticidad, sino como un testimonio documental. Al poco de ser inaugurado uno de los símbolos de poder más ciclópeos del siglo XXI, el cine estuvo ahí para demostrar que el gigante podía ser conquistado.

Multiplicador de las miradas

Más allá de esta humanización de la escala del edificio, esta conquista se traduce en una gran experiencia cinematográfica. Basta con que observemos un plano de la escena: el primero en el que la cámara sale a acompañar a Cruise en el comienzo de su escalada. Lo que encontramos en ese plano es un baile de movimientos que nos invita a maravillarnos con las posibilidades visuales que ofrece el espacio hollado por la cámara:

La escena descubre en el exterior del Burj Khalifa un dispositivo multiplicador de la mirada, una amalgama de perspectivas que, en un mismo plano, nos permiten alternar entre las vistas del interior, del horizonte de Dubái, de su paisaje o de su suelo. Tener una gran cantidad de espacios y distancias disponibles a un golpe de vista. Algunos planos posteriores seguirán jugando con esta idea. Por ejemplo:

Esta perspectiva poliédrica, capaz de convocar en un solo fotograma (ya sin necesidad de mover la cámara siquiera) la amenaza, la proeza y varios fragmentos del paisaje urbano que engloban las acciones de Ethan/Cruise. O, si cambiamos la angulación del plano, pasando de una vista cenital a una dorsal:

Nos encontramos a Ethan como parte de un retablo que descompone a Dubái en diferentes postales. O, uno más:

Este fotograma que juega a ser a la vez un primer plano y un gran plano general juntando en una sola vista dos elementos de escalas muy diferentes en tensión: el rostro de Ethan y la tormenta de arena que se acerca desde las afueras de la ciudad.

En suma: para Misión imposible: Protocolo fantasma, este espacio arquitectónico ofrece un juego fascinante de imágenes y perspectivas. Porque su mayor logo sobre el Burj Khalifa no es la proeza física, sino la conquista por la mirada. Nada lo humaniza más que la mirada fascinada que la película descubre en sus alturas, como una pausa reconfortante en su continua oscilación entre el control y el caos.

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